Adorar no tiene utilidad, no da dividendos concretos. Más aun, el adorador en espíritu y verdad no se preocupa de tales utilidades. Si no comenzamos por aceptar esta «inutilidad» de Dios, nunca sabremos qué es adorar.
En el mundo occidental, la enfermedad se llama pragmatismo, y esta enfermedad, a la larga, conduce a la muerte. Debajo de todo, aun entre hombres de Iglesia, subyace la preocupación del para qué sirve. Frecuentemente nuestros criterios están contaminados por la preocupación inconsciente y omnipresente de la utilidad, y para dar luz verde a un proyecto, anteriormente lo hacemos pasar por este parámetro que, sin duda, es hijo camuflado del egoísmo y de la miopía.
En la adoración no existe ninguna finalidad, ni siquiera la de ser mejores. La adoración es eminentemente gratuita: ella consiste en celebrar por celebrar el Ser y el Amor porque El se lo merece, porque El es así, tan fuera de serie, que vale la pena que se sepa, que todo el mundo se entere, que todos lo reconozcan y se alegren con esa noticia, y que todos se sientan felices de que el Señor sea Dios. Si no se comienza por aceptar profundamente esta «inutilidad» de la adoración, caeremos progresivamente por los peldaños de la frustración.
Cuando el hombre acepta con facilidad y felicidad que El sea así, cuando el hijo asume y reconoce la Mismidad Amante del Señor Dios, ese hombre es un adorador, y siente la sensación plena de libertad, se siente (¿cómo decir?) como liviano, ágil. Muerto o vivo, amargado o feliz, el Amor me cuida, me mira, me tiende la mano aunque yo no sienta en mi piel su caricia. Me dé cuenta o no, todo cuanto se extiende a mi vista es regalo del Padre y las cosas son hermosas.
Del libro Muéstrame tu Rostro de P. Ignacio Larrañaga