La persona misma es la raíz y fuente de todos los derechos humanos. De esta premisa derivarán, más tarde, conclusiones importantes que deberán tenerse presentes en el análisis de las relaciones conyugales.
Cada individuo que llega a este mundo es un alguien que no se había dado antes ni se dará después; es decir, alguien inédito, irrepetible, único.
Al pronunciar el pronombre personal yo, pronunciamos la palabra más sagrada del diccionario humano. Desde que amaneció la humanidad, hasta que se hunda en la noche eterna, nadie experimentará como yo: soy único en este torbellino enloquecido de la marea humana. Conmigo se abre y se cierra un universo sagrado. Cuando decimos que el ser humano es soledad, queremos decir yo solo, y una sola vez. Mi caso no se repite.
Existe pues, pues, en la constitución humana un algo inefable que me hace ser idéntico a mí mismo y diferente de todos; cuando todas las lámparas se apaguen y las puertas se cierren, permanecerá de pie, como estatua, mi identidad personal, un algo que nunca cambia y siempre permanece.
Cuando usted tenía cinco años le tomaron una fotografía; era todavía un capullo sin abrir. Ahora tiene, supongamos, cincuenta años, cargado de experiencia y arrugas. Usted compara su figura actual con la de aquel niño de cinco años, y exclama: <
Pasaron como meteoros las estaciones, mil veces navegó la luna por nuestros hemisferios, pero la verdad es que de aquel niño de cinco años no sobrevive en mí ni una célula; cada una de ellas fue naciendo y muriendo en la vorágine vital, pero, ¡oh maravilla!, “yo soy aquel niño”. Como se ve, mi identidad personal sobrevive a todas las mutaciones somáticas y psíquicas. Misterio sagrado.
Si, en un ejercicio introspectivo, vamos interiorizándonos como en círculos concéntricos, descendiendo hacia profundidades cada vez más silenciosas, llegamos a un punto final simple y totalizante, que enlaza y corona todos los vértices de mi universo: es la conciencia de mí mismo, el núcleo íntimo y último de mi ser. En este momento puedo pronunciar auténticamente el pronombre personal yo, y, al pronunciarlo, percibo que en la cumbre de este pronombre convergen todos mis componentes enlazados con el adjetivo posesivo: mi cabeza, mis manos, mis emociones, mis pensamientos… Todo eso soy yo.
Singularidad del cónyuge
Y así llegamos a la conclusión que buscábamos: todo cónyuge, es, ante todo, una realidad singular, un misterio; y este misterio es el manantial de donde emanan las obligaciones de respeto y libertad que se deben a todo cónyuge.
Esto explica también el hecho de que cada cónyuge sea una isla sagrada ungida de silencio, es decir, un ser incomunicable. Imaginemos una hipótesis: es un matrimonio que desde el alaba hasta e crepúsculo ha convivido durante cincuenta años en plena armonía, con una política de puertas abiertas a su máximo nivel.
Aún así, cuando la muerte se haya detenido a sus puertas, cada cónyuge será sepultado siendo un desconocido en su última soledad, un archivo inédito a cuyas instancias más remotas nunca nadie se asomó, ni se asomará, ni siquiera el cónyuge. Misterio sagrado.
Aunque los dos esposos se incendien en el frenético torbellino de un amor apasionado, nunca sucederá que los dos sean uno, por muy bella que sea expresión, porque el amor es unificante, pero no identificante.
Las tareas primordiales de la singularidad humana son: conocerse a sí mismo, aceptar y amar la propia estructura de personalidad, estimar y apreciar los carismas personales sin caer en el narcisismo, sentirse contento y feliz de ser como es. En suma, hacerse amigo de sí mismo.
El aventurarse en un proyecto matrimonial sin haber solucionado las preguntas fundamentales de su singularidad, es internarse en una selva llena de riesgos. Así se explican tantos fracasos.
Extraído del libro “El Matrimonio Feliz” de Padre Ignacio Larrañaga, OFM