Continuación del tema anterior “Soñar y despertar”
Afortunadamente, no es éste el caso de la mayoría que, consciente e inconscientemente, se ven envueltos en el inevitable proceso de adaptación.
Lo difícil y necesario es poder abrir, primeramente, los ojos, y, sin sobresaltos, reconocer los lados oscuros del cónyuge, ponderando que, si tiene sombras, sus cualidades positivas sobresalen y resplandecen ampliamente sobre el conjunto de su personalidad.
En segundo lugar, aceptar al cónyuge en su integridad y volver a comprometerse; es decir, más allá de los primeros y sorprendentes sustos, poder afirmar y confirmar la decisión de seguir adelante el uno junto al otro, pudiendo declararse mutuamente: “Aun cuando antes de casarnos, yo hubiese estado al tanto de tus puntos débiles, igualmente te habría elegido para compartir mi vida: gocemos juntos a través de todas las estaciones, tu fragancia será mi aliento porque en ti está mi alegría, guardemos el vino nuevo en vasos eternos”.
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Mientras la luna solitaria navega por el mar de los hemisferios australes, una sabiduría, la del sentido común, debe dirigir los pasos de los jóvenes esposos sobre la realidad fría y desnuda: que nadie es perfecto; que todos tenemos zonas oscuras y bellas cualidades; que es locura darse de cabeza contra los muros de lo imposible.
Aceptar con paz que el hombre desea mucho y puede poco; que se esfuerza por agradar y no lo consigue; que es esencialmente desvalido; que nacimos para morir; que nuestra compañía es la soledad y que nuestra libertad está severamente deteriorada; que con grandes esfuerzos conseguiremos pequeños resultados; que estamos abocados a la muerte como el día está abocado a la noche; que la existencia no me la propusieron, me la impusieron.
Aceptar al cónyuge no como a mí me gustaría que fuera, sino tal como es; que él no tiene culpa ni mérito de ser como es; que él no eligió su temperamento ni su estructura de personalidad; que si esa reacción, aquella salida, esa actitud me hacen sufrir a mí, más le hacen sufrir a él mismo; que si hay alguien en este mundo que se esfuerza y combate por no ser así, ese alguien no soy yo, es él mismo; y que si, haciendo todo lo posible por cambiar, no lo consigue, ¿tendrá tanta culpa como yo le atribuyo?
Las reacciones de su complejo temperamento, de su extraño carácter que a mí tanto me irritan, más le irritan a él y le disgustan. ¡cómo le gustaría ser suave como la brisa, pero nació agitado como la tormenta!
¡Cómo le hubiese gustado haber sido decorado con una guirnalda de toda clase de encantos, pero nació tan desabrido!
Le gustaría ser alegre como una mañana de luz, pero en cualquier momento la melancolía se asoma a su rostro como una sombra oscura.
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Frente al misterio doloroso del cónyuge, los grandes interrogantes levantan su cabeza con altivez: ¿Quién tiene la culpa?, ¿qué sentido tiene irritarse contra un modo de ser que él no escogió?, ¿será que merece rechazo o, simplemente comprensión?
Es verdad que tiene perfiles oscuros en su personalidad, pero, en contraste, qué cargamento de perlas y diamantes, qué estupendos rasgos de generosisad, idealismo y bondad. En lugar de pasar el día recordando y rumiando aquella palabra amarga que un día me soltó, ¿por qué no pasar los días y las horas recordando sus bellas cualidades, los mil detalles de conmovedora delicadeza que tuvo conmigo durante su larga historia de amor?
Si yo, deseándolo vivamente, no puedo agregar un centímetro a mi estatura, cuánto menos podré agregar un centímetro a la estatura del cónyuge.
Se impone la conclusión: aceptar al cónyuge tal como es.
Extractado del libro “El matrimonio Feliz” de fr. Ignacio Larrañaga, OFM