En la última rama.
Comencé a navegar por el mar de la vida, al vaivén de los años. Decidles a las gentes que no esperen artes de magia, que solo les traigo la canción de la libertad. Explicadles que solo aspiro a ser clara fuente donde ellos puedan beber agua de vida eterna y que disculpen si a veces se encuentran con la fuente agotada.
Decidles también que mi Señor colocó carbones encendidos en mi boca y que, si alguna vez perciben fuego y calor en mi voz, no se equivoquen: no se trata de mi voz, sino del horno ardiente de mi Señor.
Yo ponía mis palabras y mi cansancio, y nada más. Pero por doquier brotaban espigas doradas y almendros en flor, y la sementera brillaba a la luz del sol como la madre fecundidad desplegada en mil luces y colores. Era un prodigio. Yo sembraba, pero Alguien ponía movimiento en el silencioso seno de la vida.
Navegué mil días por los ríos de Dios. Como el mirto esparce su fragancia en el valle, tu fragancia, mi Amado, fue el aliento en mi boca para los sedientos en el espíritu, y un repentino amanecer de amor explosionaba en las entrañas del pueblo como una primavera en flor; y una corriente de dulzura recorría las arterias de la gente y los pueblos quedaban inundados de perfume y fiesta.
¿Qué hay entre el nacimiento y la muerte? Es la sangre que lleva vida por los caminos invisibles. Como la sombra persigue a la luz, yo puse en movimiento las sombras del pueblo fatigado detrás del foco incandescente del amado Señor. Los poblados y multitudes se dejaron arrastrar por la marea y supieron por primera vez qué es la juventud y donde está el secreto de la perfecta alegría.
Saqué a las gentes de la boca de los lobos. Y querían cantar una canción, la canción de la libertad. Les grité mil veces que era pura gracia porque yo no era otra cosa que viento, un viento atrapado en la red, una hoja de otoño caída en el suelo. Me dediqué a recoger mendrugos para las bocas hambrientas. Pero ese mendrugo eras Tú, de ti tenían hambre, mi amado Jesús. A ti querían devorar porque solo Tú eres el único capaz de saciar su hambre. Yo pronunciaba tu Nombre y todas las cuerdas del pueblo innumerable entraban en vibración como un preludio de la fiesta eterna. ¡Qué espectáculo!
En la última rama de mi Amado puse mi nido porque quería volar alto, muy alto; tan alto que ya no necesitara auxilio alguno porque todas las ansias quedaron colmadas a la luz de las estrellas errantes de la noche. Siempre han estado abiertas mis heridas al torrente de tu dulzura. Me olvidé de respirar de tanto estar callado y atento a los latidos de tu amor, y quise tener la osadía de amarte hasta la muerte.
Mira, Señor, al hombre herido. Mañana entenderás que los gritos de su garganta son reclamos ahogados en llanto que piden tu sangre, tu pecho, tu locura de amor, tu dulzura. ¿Quién sembró esos trigales sino tus manos al impulso de tus latidos? Ten piedad del hombre hambriento y herido. Llena sus manos de granos de oro y convierte su vida en hoguera de paz. Oh, Amor sin orillas. Tú repartes el Amor trozo a trozo como pan recién salido del horno. No te canses, Jesús. Y el hombre llegará a ser un ángel sin miedo, sin soledad, sin desvarío.
Tomado de las Cartas circular número 15 “Poema de gratitud al Señor” de padre Ignacio Larrañaga